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Impacto Ronaldo

«Tenía presencia física y con el balón era muy rápido. Muy muy rápido. Podía driblar, fintar una o dos veces en la misma acción, y tenía una aceleración brutal. ¡Como un Ferrari!». Sir Bobby Robson, que con 63 años y toda una vida ligada al fútbol había desfilado a lo largo de las últimas tres décadas por los banquillos de Canadá, Inglaterra, Holanda o Portugal, y que había dirigido a los Pross en los mundiales de 1986 y 1990, se llevaba las manos a la cabeza en el Multiusos de San Lázaro tras presenciar un gol que era imposible de imaginar antes de que se produjera. Él, que desde la banda había visto a Maradona anotar el gol más famoso de la historia. En Santiago de Compostela el público rival se puso en pie y aplaudió, y desde casa el resto de aficiones sonrió junto a la del Barça. El futuro estaba aquí, y se llamaba Ronaldo. Ronaldo Luís Nazário de Lima.

El Fenómeno no era nuevo, pero no se había visto. Perforando las redes del campeonato brasileño enfundado en la casaca azul del Cruzeiro y con el combinado sub-17 de su país, se había ganado el apelativo, una testimonial pero elocuente convocatoria para el Mundial 94 y, a la vuelta de la cita mundialista, el interés de un PSV Eindhoven huérfano de los goles que Romário se había llevado con él a Barcelona. En una época en que muchos fichajes todavía se decidían gracias a cintas de video donde se recopilaban las mejores acciones de un determinado jugador, y en que la mayoría de cuerpos técnicos contaban con la figura de un ojeador que en las citas internacionales, con el partido en marcha, le iba contando al entrenador las peculiaridades de los futbolistas rivales que entraban desde el banquillo, las extraordinarias temporadas de Ronaldo en Brasil y Holanda estuvieron lejos de tener la repercusión que habrían tenido hoy en día.

Antes de que las cámaras escudriñaran todos los rincones, una de las vías que tenían los jugadores de ligas secundarias de saltar a la palestra eran los enfrentamientos ante los grandes del continente en la competición europea. Pudo ser el caso de Ronaldo, pero cuando PSV y Barça se vieron las caras en la edición de la UEFA del curso 1995-96, el último de Johan Cruyff como técnico culé, el brasileño causó baja por unos problas físicos que no evitarian que se convirtiera en uno de los hombres más destacados del torneo y en su segundo máximo goleador sólo superado por Jürgen Klinsmann. En el verano de 1996, de Ronaldo en Barcelona se sabía su condición de esperanzadora promesa, pero era, al fin y al cabo, un desconocido para el grueso del aficionado, por lo que sorprendió la importantísima cifra que desembolsó el club catalán para incorporarlo. 2.550 millones de pesetas que, en aquella época y con apenas veinte años, convertían al brasileño en el futbolista más caro del mundo hasta que unos días más tarde el Newcastle de Keegan pagara 3.000 por Alan Shearer.

Su traspaso superó en más del doble al de Maradona -el más caro del club hasta entonces- y se explica en parte por el cambio que supuso para La Liga la negociación por separado de los derechos de televisión de los clubs. De repente, los presupuestos de los equipos españoles se dispararon, aumentando de media un 30%, y en el caso de Barça y Real Madrid sus ingresos por los derechos televisivos se multiplicaron hasta por seis. Era el primer verano de implantación de la sentencia Bosman, y la inyección económica provocó la llegada a España de futbolistas importantes en el panorama internacional como Roberto Carlos, Seedorf, Kovacevic, Finidi, Claudio López, Ariel Ortega, Mostovoi, Matías Almeyda, Romário, Rivaldo, Kily González, Vitor Baía o Ronaldo, un desembarco que le valió a la competición el sobrenombre de La Liga de las Estrellas. En el Barça este proceso coincidió con una época de transición tras la salida de Johan Cruyff, y convergió en una amplísima plantilla que a las órdenes de Bobby Robson aglutinaba al grueso del equipo de la temporada anterior, los fichajes de Cruyff (Blanc, Luis Enrique y Pizzi), los que había pedido el inglés (Baía, Couto y Amunike) y los del club (Giovanni, Ronaldo y el regreso de Hristo Stoichkov). En definitiva, un elenco de 25 jugadores la mayoría internacionales, el potencial del cual suele ejemplificarse con la rotación en el puesto de central que conformaban Abelardo, Nadal, Fernando Couto y Blanc.

Pese a los nombres y calidad que amasaba la plantilla, lo cierto es que a lo largo de la pretemporada el funcionamiento del equipo encendió alguna luz de alarma. Por suerte para Robson, no obstante, el crack brasileño pudo debutar con el equipo en el Gamper, jugado entonces en formato de semifinal y final, y en el que Ronaldo participó en las segundas partes ante San Lorenzo e Inter de Milán. A escasos cuatro días de medirse al Atlético de Madrid en la Supercopa de España, el torneo de presentación del conjunto azulgrana se disputó en el Estadio Olímpico de Barcelona debido a las obras de remodelación del Camp Nou. El mismo escenario albergó el primero de los dos choques entre culés y colchoneros, en lo que fue el estreno oficial del Barça de Robson y la primera titularidad de Ronaldo con sus nuevos colores. Quienes lo vivieron lo recuerdan. O Fenómeno sólo necesitó cinco minutos para adelantar a su equipo, anotó el definitivo 5-2 a pase de Giovanni y por el camino asistió a De la Peña en el cuarto gol de su equipo después de dejar clavado a Geli con una elástica a modo de premonición. Pese a dar muestras de tener una calidad superior, aquel era todavía un Ronaldo muy poco conectado con el juego, que se entendía especialmente bien con su compatriota Giovanni y que Robson reubicaba en banda cuando coincidía en el once con Juan Antonio Pizzi.

A fuerza de goles y partidos, Ronaldo se fue erigiendo como la estrella más rutilante de un equipo al que le costaba elaborar fútbol de ataque de forma fluida aunque los números quieran decir lo contrario. Con Giovanni de recurso casi imprescindible al inicio como receptor del envío directo que situara el esférico en campo rival por la vía rápida, Ronaldo participaba básicamente en la finalización, bien apareciendo en ruptura o en jugada individual, y aunque empezaba a mostrar su clásica recepción en banda cuando el equipo lanzaba la transición, todavía no encontraba demasiados mecanismos a su alrededor para aprovechar su mejor fútbol. Poca falta le hacía en estos compases iniciales de temporada, pues a medida que sus excepcionales condiciones técnica y físicas explotaban de la mano, el brasileño se convertía en un delantero imposible de parar para sus rivales. Con un cuerpo de otra época que todavía estaba por llegar, su potencia en arrancada, carrera sostenida, velocidad, giro de rodillas y habilidad con la pelota no tenían respuesta en unas defensas que se enfrentaban por primera vez a un futbolista así. Se trataba de un jugador al que el fútbol todavía no esperaba. Lo más parecido en el concurso europeo seguramente era, y en otra dimensión, el liberiano del Milan George Weah. El siglo XXI llegaba al fútbol en 1996.

Sobre todo a partir del gol al Compostela que confirmó su condición de extraterrestre, los sistemas defensivos contrarios se volcaron sobre él. Algunos con dobles marcas, otros con defensa de cinco o adelantando la línea. No había receta buena. Si el contrario plantaba a la zaga arriba, Ronaldo le ganaba la espalda, y si la parapetaba cerca del guardameta, el brasileño lanzaba un leve desmarque de apoyo para recibir, giraba sobre si mismo e iniciaba la carrera arrasando con todo. Fuera cual fuera el trayecto, el destino del balón era el fondo de la red, fusilando o regateando al portero. Muy pocos delanteros ha habido que vieran la portería más grande a la hora de finalizar. Seguramente quien mejor supo controlarlo fue el Madrid de Capello, merced a la jaula que con Hierro, Alkorta, Redondo y Seedorf el italiano dispuso a su alrededor. En los cuatro partidos que jugó contra los blancos aquella temporada, Ronaldo «sólo» pudo anotar dos goles. Actuaciones como las que protagonizó ante Valencia, Atlético de Madrid, Zaragoza o Sporting de Gijón, reclamaron para él la atención del país entero. Ronaldo, todavía en bruto, era imparable. Un acontecimiento único. Un impacto. El equivalente futbolístico a la minifalda y el bikini en la España de los sesenta.

Cada vez más participativo e implicado en el juego, de la mano de su evolución fue mejorando el equipo a medida que avanzaba la temporada. Seguía igual de devastador de cara a puerta, pero Ronaldo estaba sumando juego en zonas intermedias, movimientos sin balón y presencia en la combinación. Tanto es así que su sociedad con Giovanni dejó de ser indiscutible, y durante varios partidos funcionó muy bien compartiendo el carril central con Luis Enrique, de modo que cuando uno se acercaba al balón el otro rompía al espacio. Con 34 y 17 goles terminarían brasileño y asturiano respectivamente. Ronaldo nunca ha sido un nueve difícil para el mediapunta del equipo, más bien al contrario, y en su única temporada en Barcelona su mejor socio apareció, bien entrada la temporada, en la figura de un pelado pasador que alternaba la zona del 10 con una plaza al lado del mediocentro. La visión de Iván de la Peña para el pase en profundidad y las infinitas posibilidades de Ronaldo corriendo al espacio, convirtieron al conjunto de Robson en prácticamente infalible a la contra, hasta el punto que esta fue la pareja con la que el inglés se presentó a la disputa del encuentro más importante de aquella campaña: la final de la Recopa de Europa ante el Paris Saint Germain.

El Barça ganó con gol de Ronaldo, y aunque la Liga fue blanca, el título continental se unió a la Supercopa de España y a aquella Copa del Rey de la célebre remontada al Atlético de Madrid con tres dianas del brasileño, uno de Figo y el tanto catártico de Pizzi, para firmar un año muy positivo en cuanto a títulos. La 96-97 siempre guardará la incógnita de qué habría sucedido si el equipo hubiese jugado la Champions con aquel Ronaldo. Finalizado el curso, y cuando parecía que su etapa en el Barça no había hecho más que empezar, un desacuerdo con la directiva mandó al astro brasileño, convertido ya en icono, rumbo al Inter. Al llegar a Milán, Ronaldo no sólo era el mejor futbolista del mundo sino que además ya lo sabía. Dejó un recuerdo imborrable en toda la afición culé que hizo que ésta también sonriera cuando más tarde lo vio marcar goles con otros equipos. Como le sucedió al fútbol español en pleno aquella temporada 96-97. La temporada de Ronaldo en el Barça. De un Fenómeno.

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