Leo Messi es un devorador de Historias. Todas las quiere para él. Las tiene que hacer suyas. Cada verbo y cada adjetivo, cada gesto de asombro, cada metáfora, cada intento por encontrar significados diversos a lo que en realidad sólo tiene uno. Messi, de igual modo que hiciera antes y por partida doble con el retorno de Pep Guardiola al Camp Nou, se adueñó anoche de todos y cada uno de los alientos vertidos sobre uno de los partidos más estimulantes que puede brindar la actualidad. De un cara a cara entre el Sevilla de Sampaoli y el Barça de Luis Enrique, de un encuentro de dominios muy marcados, de tretas, victorias, sufrimientos y exaltaciones. De un primer tiempo sevillista y de un segundo culé. De Mariano, N’Zonzi, Vietto, Luis Suárez, Mascherano o Umtiti. De un partido en mayúsculas encarnado en una bota, que por mucho que se rompa, siempre llega primero, siempre llega más lejos y siempre llega mejor.
La historia que en esta ocasión fagocitó Leo arranca en un Sánchez-Pizjuán vestido de ocasión especial, y con un Sevilla que en la primera parte logró reducir hasta casi su mínima expresión al Barça, basándose en la presión adelantada y la agresividad por banda. No es nuevo en los últimos tiempos que el conjunto barcelonista sufra ante una defensa feroz de sus primeros pases, pero sí lo es más que deba enfrentarla sin Piqué ni Iniesta, respectivamente el zaguero y el centrocampista que más soluciones pueden ofrecer en estos escenarios de incomodidad en el inicio de la jugada. Fue la palanca que accionó Sampaoli para llevar el partido allá donde menos lo quería Luis Enrique. La segunda corrió a cuenta del propio Barça y de sus dificultades para juntarse con balón más allá de la divisoria. Salía, a trompicones, normalmente por la izquierda, la que más extraña el tiempo extra que siempre concede Iniesta al balón, y una vez éste llegaba a los pies de Neymar, el brasileño, como desenlace más habitual, lo perdía. Antes de haber ordenado a su alrededor a hombres para lanzar una presión efectiva y antes de haber empujado con una secuencia de pases al Sevilla contra su área.
Que el juego culé a menudo empezara y terminara en banda izquierda, implicó, a su vez, más contraindicaciones que si el mismo desacierto técnico hubiese tenido lugar con el juego volcado hacia la orilla contraria. Aquella que más fácilmente encuentra a Messi como solución en la gestión ante la ausencia de Iniesta, aquella que despeja para Neymar el lado débil del ataque, aquello que acerca a Rakitic a la presión tras pérdida y aquella que, atrayendo a propios y extraños, plantea un contexto menos expuesto para Sergi Roberto en transición ataque-defensa. El lateral derecho catalán, que se nombra así por la posición que ocupa y no por lo que en esencia es, sin ese escenario de ventaja del que goza más habitualmente sufrió ante una propuesta hispalense que lo tenía tanto a él como a Digne en el punto de mira.
Con Vitolo en un lado y Sarabia en el otro, perfectamente acompañados por sus protagonistas laterales, Sampaoli quiso hacer sangre de que en ambos casos la destreza atacante de los azulgranas es sustancialmente superior a la defensiva, y el hecho de que el Barça ni reposara ni se juntara arriba obligó tanto a Sergi como a Lucas a defender más de lo que habrían querido. Sin el refuerzo de Piqué ni de unos interiores a los que tocaba regresar antes ni siquiera de haber llegado. El Pizjuán era una rampa hacia la portería de Ter Stegen, pero entre la falta de acierto local y las acciones a golpe de riñón de Mascherano, tan castigado como el resto pero capaz de levantar lo suficiente la pierna del fango como para cortar un balón decisivo, dejaron la diferencia en sólo un gol. Una distancia -quizá todas- que dejaba la puerta abierta a que Messi en cualquier momento tumbara su café sobre cada página del libro. Lo hizo al filo del descanso. La vida extra estaba aquí. Para el Sevilla, de repente, todo el sufrimiento infligido, toda la euforia desatada, todo el fútbol propuesto para zarandear al vigente campeón, no había servido de nada. Cuarenta y tres minutos más tarde, volvían a estar todos en la casilla de salida. Con la constatación, por ambas partes, de que lo que había acontecido sobre el césped del Pizjuán podía volver a repetirse.
En cuarenta y tres minutos, en quince o en apenas unas décimas de segundo. Que Messi puede devorarlo todo y no se atisba el día que el 10 vaya a estar saciado. Su segundo tiempo fue primoroso. No solamente a la escala que utilizamos el resto de mortales, sino incluso a la del propio Leo. En su versión más sabia, aquella que nos tiene guardada para cuando la edad le limite el físico y que conoce los secretos de cada rincón del juego. La que se recrea en ellos y en el poder que da tenerlos. La que lo sabe todo de él. La que lo sabe todo de ti. La que regatea para dolerte, pasa el balón para asustarte y dispara para vencerte.
Leo Messi resultó el principio y el final, pero aunque su hambre hoy nos lo oculte, no fue el todo del segundo tiempo. Neymar Jr. y Denis Suárez, por ejemplo, se rebelaron contra sus primeros cuarenta y cinco minutos con actuaciones mucho más provechosas para el Barça, dándole más tiempo al esférico en el sector izquierdo para que el equipo se agrupara y encontrara al 10, Luis Suárez acompañó cada movimiento de Leo, Mascherano y Umtiti dejaron sin descansos al Sevilla y Luis Enrique ajustó el mecanismo de salida. Reforzó el primer escalón con un tercer futbolista, pero en esta ocasión y como novedad, no lo encontró en la pérdida de metros de Sergio Busquets sino en un Sergi Roberto sujeto, a la manera de aquel Eric Abidal de antaño, en uno de los flancos. El inicio de la jugada culé gozó de superioridad numérica, de amplitud y de libertad para incorporar -desde atrás y con balón- a un hombre más a la línea de medios, y lo hizo sin sacar a Sergio Busquets de su zona. El mediocentro ocupó el espacio en el que su presión marca diferencias. Invitado arriba por el incremento del número de pases en campo rival, y empujado por una salida de balón que no lo necesitaba atrás.
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– Foto: Jorge Guerrero/AFP/Getty Images

