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La duda

LIVERPOOL, ENGLAND - MAY 07: Luis Suarez of Barcelona reacts during the UEFA Champions League Semi Final second leg match between Liverpool and Barcelona at Anfield on May 07, 2019 in Liverpool, England. (Photo by Clive Brunskill/Getty Images)

LIVERPOOL, ENGLAND - MAY 07: Luis Suarez of Barcelona reacts during the UEFA Champions League Semi Final second leg match between Liverpool and Barcelona at Anfield on May 07, 2019 in Liverpool, England. (Photo by Clive Brunskill/Getty Images)

El pensamiento tiende a rellenar los huecos. A ocupar los espacios entre sucesos. A conectarlos con el objetivo de presentarlos en un mismo hilo dándoles apariencia de unidad, como una sucesión narrativa que facilite su entendimiento. Una cadena de causas y consecuencias, producto a un particular horror vacui analítico, desde el que asimilar el pasado, entender el presente y confiar en alcanzar cierto grado de control sobre el devenir futuro. La revelación de una respuesta. De una pauta. De un porqué.

En las últimas tres temporadas, por ejemplo, en la Champions League el FC Barcelona ha encadenado hasta cuatro sonoras y dolorosas goleadas a domicilio. Cuatro escenarios similares han dado como resultado el mismo final. Un desenlace compartido al que, sin embargo, se ha llegado a través de condicionantes y desarrollos disparejos, como una voz de aviso que, en segundo plano, pusiera en duda la correlación. Como si París, Turín, Roma y Liverpool fueran sólo coincidencias en el tiempo. Los dos primeros en sendos partidos de ida, con un Barça ya deslavazado y herido en lo estructural como protagonista, que asistía a los últimos compases de la exitosa etapa de Luis Enrique en el banquillo culé. En un curso en el que también a nivel doméstico se vio debilitada la competitividad del conjunto azulgrana, y enfrentada ésta a dos actuaciones de alto nivel tanto de parisinos como de turineses. Un Barça afectado de fragilidad frente al castigo de Draxler, Di María, Cavani, Verratti, Matuidi, Dani Alves, Dybala, Cuadrado, Alex Sandro o Higuaín. Las derrotas contra Roma y Liverpool, en cambio, se dieron en los encuentros de vuelta con una estimable renta conseguida en el primer partido, en temporadas que vieron al equipos barcelonista recuperar una competitividad doméstica traducida en dos títulos de Liga, y a manos de una puesta en escena de sus rivales de rotundidad más moderada. La Roma de Di Francesco no era el PSG ni la Juventus, y el Liverpool, en Anfield, no fue el del Camp Nou. Paradójicamente, de hecho, las cuatro goleadas tendrían más sentido narrativo de haberse producido intercambiadas.

Es decir, si un Barça al que ya le costaba ser firme ante todo tipo de adversario hubiese sucumbido ante un rival modesto y otro que no necesitó de su mejor versión -ni de sus mejores hombres- para hacerse con el pase, mientras un Barça más consistente pero de expectativa limitada se hubiese dado de bruces con la realidad de dos contrincantes de un nivel y rendimiento superiores en escala. De no mediar antecedentes de tanto peso, incluso cabría el ejercido de aislamiento por el cual enfocar el desarrollo de la derrota culé en Anfield sin atender a más conexiones que las propuestas por los noventa minutos. Al error inicial de Jordi Alba, al liderazgo de Sadio Mané o al juego de espaldas de Origi, a la notable primera mitad de Sergio Busquets y a su vínculo con los laterales para impulsar el avance del Barça, al peligro generado por Messi, a la respuesta defensiva red, a Alisson Becker, la victoria particular de Matip y Van Dijk ante Luis Suárez o al impacto anímico del 2-0. A 45 minutos que, como en la ida, repartieron alternativas a ambos lados pero un acierto desigual. Ocurre, no obstante, que la excepcionalidad y reiteración de lo sucedido invita a suponer que, escondidos tras las diferencias, aguardan elementos comunes que permitan religar las últimas desventuras del Barça en la Champions League. Aspectos como el hecho de que, independientemente del valor individual de los jugadores rivales, todos hayan parecido disfrutar de una ventaja de partida como impulso para su rendimiento. Un condicionante que convierte en equivalente el impacto que puedan tener sobre el césped hombres como Shaqiri, Salah, Origi, Firmino, Henderson, De Rossi, Dzeko, Kolarov, Rudiger, Van Dijk, Chiellini, Cuadrado, Dybala, Rabiot, Verratti o Di María, sin apenas poner de relieve las evidentes -y en muchos casos notables- diferencias de nivel que hay entre ellos. Como si más que ellos mismos, fuera el Barça quien los definiera.

Factores compartidos como el momento que enmarca las cuatro goleadas, una era distinguida por el tira y afloja entre la salida de balón y la presión, como vehículo para bloques altos volcados sobre el área rival con y sin balón, y largas transiciones corriendo a la espalda de líneas muy adelantadas. La época de las remontadas y los ritmos altos en la alternancia, en la que la falta de salida se castiga sin derecho al avance, y encontrar la rendija se premia con la posibilidad de atacar grandes zonas despejadas. Elementos repetidos y particulares como el formato de la fase final de la Champions, a vida o muerta, diferente a una Liga con puntos de inflexión pero que no se dilucida en un todo o nada. Una Champions League en la que siempre llega un momento donde el equipo que va por detrás ya no tiene nada que perder y puede extremar el acoso y el riesgo sin comprometer lo atesorado. Y, por último, aspectos también formales vinculados al Barça en el momento de sus descalabros europeos. El paso del tiempo en su columna vertebral, el reflejo de la falta de profundidad y energía en la ausencia de goles a favor, o la abultada cifra de goles en contra como insinuación de una falta de competitividad inesperada. A propósito de esta última consideración, la acción del cuarto gol del Liverpool sobreviene al análisis como un flechazo de estupor: La súbita ausencia de un grupo marcado por la competitividad y los triunfos de una década. Sin la posible interpretación de una distensión incoherente con el estado y la transcendencia de la eliminatoria, y con la herida abierta en Roma la temporada pasada como acicate y telón de fondo. El momento de la duda como paréntesis al juego. Una semilla plantada en el corazón del equipo a la espera de detonar.

Decía Johan Cruyff a su llegada al Barça como entrenador, que su equipo debía conseguir jugar de un modo automático. Sin pensar en ello, como quien conduce un coche. Explicaba en otra ocasión Juanma Lillo que, así, la mente del futbolista puede desviar la atención de una serie de pautas interiorizadas y concentrarse en otras facetas para sacar ventaja al rival. Jugar de forma automática, no necesitar pensar qué hacer, no obstante, en otros momentos puede servir como refugio y antídoto cuando el pensamiento se paraliza. Cuando no se sabe cómo proceder. No por nada, la duda es, seguramente, el principal factor en común que ha tenido el desarrollo de los recientes desastres europeos del Barça. La duda que, como una maldición, habita en las entrañas de un proyecto levantado sobre la autoconciencia de la propia limitación. De un equipo construído para ocultar unas carencias que él, mejor que nadie, sabe que tiene, que por momentos le han servido como motor pero que, a pesar del empeño, cuando la situación bordea el límite, son su rival más despiadado. Tanto es así que incluso el propio Ernesto Valverde, en momentos clave, ha parecido dudar de su obra. El Barça del 1-4-3-3 asimétrico de su primera Liga no lo fue en Roma ni sobrevivió al verano, y «el Barça de Arthur» que ocupó su lugar no fue el llamado para enfrentarse al Liverpool. Saber lo que ya no es le ha permitido al Barça reformularse para levantar las últimas dos Ligas, pero también le ha impedido enfrentarse a la pasarela con la autoestima intacta.

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– Foto: Clive Brunskill/Getty Images

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