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El Barça del balón

El mes de octubre fue revelador. El intratable y apoteósico Barça de Flick, el del fuera de juego, la presión y la verticalidad, se enfrentaría en cuestión de unos días a Bayern de Múnich y Real Madrid. Dos pruebas de máxima exigencia que servirían para medir el verdadero valor competitivo de los argumentos culers, y la capacidad de hacerlos constar o de sobreponerse ante rivales más preparados para discutírselos. Los de Kompany, por ejemplo, entendieron mejor cómo atacar su adelantada y hasta el momento inabordable línea del fuera de juego, y esquivaron su presión a través de los laterales. El cuadro de Ancelotti, por su parte, le demostró que, a la hora de responder ataques directos y vertiginosos, las piernas de sus zagueros podían igualarle el paso a las de sus delanteros. Pero a lo que no pudieron hacer frente ni bávaros ni madridistas fue al Barça del balón. Al factor por el que realmente el equipo de Flick puede distinguirse de los demás. A que un defensa como Cubarsí, un centrocampista como Pedri y un delantero como Lamine jueguen del lado azulgrana y no del contrario. Son tres futbolistas, uno por línea, cuyas posibilidades con la pelota en los pies no las alcanzan los demás. Contra el Bayern esto constó para esquivar la presión, acompañar al equipo hacia arriba y convertir los infructuosos intentos alemanes de recuperar el esférico en puertas abiertas por las que acercarse al gol.

Ante los blancos, por su parte, para dar forma y fondo a una circulación que eliminara de la ecuación a los delanteros merengues para dibujar escenarios de ataque en constante superioridad táctica y numérica. Se suele decir que, en la estrategia, frente a un gran rival no se suele poder repetir el mismo plan. Que contra lo que hoy has hecho ya habrá encontrado una respuesta que te obligue a explorar un camino alternativo. La historia de los dos clásicos que se han disputado hasta ahora esta temporada, sin embargo, discuten esta sentencia. El duelo del Bernabéu duró lo que tardó el Barça en darse cuenta de que si alargaba sus ataques y en lugar de hacer daño de forma directa sus centrales y medios sumaban pases en la base de la jugada, Vinícius y Mbappé no iban a constar en fase defensiva. Que para taponar a Pedri, Casadó y luego De Jong tendrían que ser los mediocentros madridistas quienes salieran de zona, exponiendo tanto su espalda como a la zaga. Los de Flick tardaron una mitad en verlo, y en la segunda resolvieron con un 0-4 incontestable. Aquel aprendizaje fue también el que ayer le permitió volver a golear al Real Madrid para conquistar la Supercopa. Esta vez no necesitó 45 minutos para entender dónde tenía cada ventaja, sino que salió desde el arranque con la lección aprendida. Siendo paciente con el esférico en los pies, sabiendo que para salir desde atrás siempre tendría a un hombre libre, y consciente de que cada vez que se instalara en campo contrario sacaría de la ecuación a unos delanteros rivales que no participarían de la fase defensiva del equipo.

Lo que quizá no imaginaban los culers es que, tras lo sucedido en Liga, el Madrid redoblara su apuesta, y que esta vez el plan merengue no pasara por un 1-4-4-2 con cuatro centrocampistas y dos delanteros desactivados en defensa, sino por un 1-4-2-3-1 tendente a romperse hacia un 1-4-2-4 con sólo dos medios y hasta cuatro futbolistas apenas presentes cuando su equipo no tenía el balón, más allá de unos emparejamientos individuales que por dentro liberaron a Iñigo Martínez para que el central hiciera progresar el cuero. A partir de ahí, el Real Madrid se defendió con seis futbolistas de campo: los cuatro zagueros y los dos mediocentros. A Camavinga y Valverde la situación defensiva del equipo los sobrecargó con unas exigencias descomunales. Imposibles ante retos como los que suponen Cubarsí, Pedri, Raphinha, Lewandowski o Lamine. Por la derecha, Valverde debería ser el encargado de tapar a Iñigo cuando el central del Barça condujera hacia delante, de seguir a Pedri cuando el canario moviera el balón, y de tapar la diagonal de Raphinha cuando el extremo se metiera hacia dentro buscando la espalda del mediocentro. Por la izquierda, Camavinga debería saltar a Koundé cuando el lateral progresara sin que Vinícius le siguiera, caer a banda con Gavi cuando el interior tirara el dentro-fuera, o emparejarse con Lamine Yamal cuando la perla azulgrana se separara de Mendy y participara en zonas más retrasadas y centradas.

Como era de esperar, el Barça no permitió que el doble pivote madridista sobreviviera al reto, y movió el balón de tal manera que cada pase fuera la antesala de un desequilibrio táctico, numérico o individual a su favor. Que cuando el mediocentro rival se fijara abajo apareciera Pedri, que cuando se fijara arriba apareciera Raphinha, que cuando se fijara dentro apareciera Lamine Yamal, o que cuando se fijara fuera aparecieran Gavi y Lewandowski. Y del mismo modo que la primera línea del Real Madrid no impidió al Barça enfrentarse a Valverde y Camavinga en superioridad, tampoco los dos centrocampistas fueron un obstáculo para que el ataque culer se midiera a la defensa blanca. Para que Lamine decidiera entre pausar, acelerar o encarar rivales según las necesidades de cada jugada, para que Lewandowski ganara en los apoyos a Rüdiger, y para que Raphinha hurgara en la herida abierta entre Tchouaméni y Lucas Vázquez como si se tratara de un robot programado para ello. El Barça del fuera de juego, la presión y la verticalidad, es todavía mejor Barça cuando es el Barça del balón. Porque tiene a Pedri, Lamine y Cubarsí, y los demás no.

– Foto: Yasser Bakhsh/Getty Images

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