«Pelé sólo hay uno. Maradona también. Y Romário es único. No veo ningún sucesor. Dentro del área, fui el mayor de todos«. Romário da Souza Faria
Para poder jugar como delantero centro en un equipo de Johan Cruyff, había una condición: no necesitar espacio. Porque no lo habría. La idea de El Flaco consistía en jugar arriba, atacar arriba y defender arriba. Todo cuanto más arriba mejor. Hacer del campo, como él decía, un campo pequeño en el que sólo los mejores pudieran sobrevivir, y como por norma a los mejores los tenía de su lado y además, él que tan bien conocía al talento, les daría el contexto adecuado, lo habitual sería ganar. Más espacio, en cambio, los habría igualado a todos («todo el mundo sabe jugar al fútbol si le dejas cinco metros de espacio«). Dentro de ese campo pequeño, el frente del ataque, en condiciones normales, tendería a ser la zona más frecuentada por quienes quisieran llegar al gol y quienes trataran de impedirlo, de modo que a poco que el holandés no detectaba en sus delanteros la finura suficiente como para manejarse en la aglomeración -Julio Salinas- o estimaba que contar con algún metro extra podría convenirle más a su juego -Gary Lineker o Hristo Stoichkov-, rápidamente los desplazaba a la banda y descongestionaba la punta con la presencia vaporosa de un falso nueve. Un futbolista que estuviera sólo a medias, una referencia difusa, un rol a medio camino entre el de delantero y el de centrocampista que abriera espacio en el carril central y habilitara las llegadas y diagonales de los desplazados.
A Cruyff, de todos modos, no le fue extraña del todo la figura del nueve, del delantero de área. Así lo atestiguan su Ajax de Amsterdam con Van Basten en punta, el primer Barça que diseñó con Julio Salinas como hombre más adelantado o el último al que entrenara con Kodro como fallido hombre gol. A medida que fue tomando forma el Dream Team, y pese a hacerlo con la transparente y representativa presencia de Laudrup libre en el frente de ataque, ésta fue una pieza varias veces codiciada. Del propio Van Basten o del madridista Hugo Sánchez llegó a hablar Cruyff en la prensa de la época, y por eso cuando en el verano de 1993 aterrizó en Barcelona un menudo delantero llamado Romário y apodado O Baixinho, tanto el entrenador culé como su segundo, Rexach, no pudieron si no reconocer que era el nueve que les faltaba. «En el Barça, un buen delantero debe saber mover el balón con rapidez siempre, aunque disponga de un espacio reducido de terreno (…) estar siempre cerca de la portería en el momento de recibir la pelota para intentar el remate (…) Romário es ese tipo de futbolista que no necesita correr para jugar bien y que puede hacer mucho daño en un espacio reducido«.
A sus 27 años, el brasileño no era una apuesta desconocida para nadie. El club le seguía la pista desde que Cruyff arribó al banquillo culé, la plantilla se había enfrentado a él en algún partido durante sus pretemporadas en Holanda, e incluso Koeman llegó a compartir vestuario con él en las filas del PSV Eindhoven. El equipo de Guus Hiddink fue su primera parada en Europa, después de llamar la atención en la liga brasileña y de lograr la medalla de plata con Brasil en los Juegos Olímpicos de Seúl, saliendo como máximo goleador y compartiendo delantera con su media naranja Bebeto. «Mejor, así le rodarán en el fútbol europeo para nosotros» dicen que contestó Toni Bruins Slot, ayudante de Johan Cruyff. De aquella selección olímpica, el Barça a quien sí incorporó fue al central Aloisio. Un año más tarde, Romário también conduciría a la canarinha al triunfo en la Copa América de 1989, batiendo, entre otras, a la Argentina de Maradona. Conocedora de su calidad, y acreditada su voracidad goleadora en Holanda -96 goles en 107 partidos- la plantilla azulgrana rápidamente se puso en alerta.
«A partir de ahora no habrá tres extranjeros titulares y uno suplente; habrá cuatro extranjeros«.
Especialmente sus competidores más directos, los extranjeros con los que ahora, siendo cuatro, se repartiría las únicas tres plazas del once permitidas a jugadores foráneos, y particularmente los dos que por posición más podían rivalizar con él. Stoichkov, además, había defendido públicamente a su compatriota Lubo Penev como una mejor opción para el ataque, mientras que Laudrup, acostumbrado a que Johan le apretara las clavijas, se apresuró a subrayar su compatibilidad con Romário pues si el brasileño jugaba de delantero centro, él podría hacerlo en la mediapunta, acostado a una banda o unos metros por detrás en el centro del campo. Todos defendían su espacio, lo cual no era ni más ni menos que lo que se pretendía. Después de que la llegada de Richard Witschge dos años antes no lograra traducirse en una competencia real para los tres extranjeros de la plantilla, una amenaza tan seria como la que suponía Romário con el pretexto de una temporada pre-Mundial cargada de partidos, debía impedir cualquier posibilidad de relajación en los cracks del Dream Team. Partido tras partido, uno iba a esperar turno desde el banquillo. A veces sería Koeman, otras Laudrup, otras Stoichkov y otras Romário.
Cruyff, como era costumbre, jugó con eso desde la ambivalencia. En ocasiones rebajando la trascendencia de la decisión como cuando defendía que la pugna más dura la tendrían los nacionales porque catorce competirían por siete puestos, o quitándole hierro a la primera suplencia de Koeman argumentando que ésta se debía a que, de los cuatro extranjeros, Ronald era el más preparado para que ser el primero en visitar el banquillo no le afectara; y en otras disparando directamente a la línea de flotación de alguno de los cracks, como cuando, al poco tiempo de iniciarse los entrenamientos de aquella temporada e interrogado por el hipotético encaje de Romário en el esquema, se soltó con un inmisericorde: «Romário hará de Laudrup«. No mentía, teniendo en cuenta que la plaza que con más frecuencia había venido ocupando el danés era la mencionada de falso nueve, y que Romário no iba a ser otro delantero al que el plan escorara a la banda: «Con Romário no haremos ningún experimento: jugará donde hace daño, en el área«. Y es que el brasileño no necesitaba los espacios que habían tenido que encontrarse para otros. Le valía una baldosa para aterrar a las defensas, decidir partidos e inspirar a sus pasadores. Uno de los que mejor le entendió fue el joven cerebro Pep Guardiola («era como un semáforo, si se ponía de lado significaba que quería el balón«), asistente desde el mediocentro en los tres goles del brasileño el día de su debut en el Camp Nou contra la Real Sociedad: «Tiene cinco o seis metros en los que si le das cinco balones mete seis goles«.
Romário da Souza Faria era el espacio reducido en una época en que éste, poco a poco pero de forma inexorable, empezaba a desvanecerse. La infinidad de recursos para el gol, la improvisación de los genios, las posibilidades que como señaló Jorge Valdano hasta entonces sólo existían en la ficción. La magia brasileña destrozando Europa. La playa contra el césped, la tierra y la nieve. Para Cruyff, amante del talento puro, pese a que su acoplamiento en el juego de posición requiriese de algún ajuste o de alguna concesión, era el nueve soñado. En el campo pequeño diseñado por El Flaco, Romário era el mejor. En Barcelona lo fue una temporada entera, un año inolvidable inaugurado con su hattrick a la Real y coronado con la victoria, veinticuatro años después, de Brasil en el Mundial a modo de colofón y acelerado principio del fin. De septiembre de 1993 a mayo de 1994 todo el caudal ofensivo que fue capaz de generar la versión más desbocada del Dream Team, confluía en los pies del finalizador más determinante del planeta. De un delantero que en la acumulación de rivales descubría puertas abiertas, y ante la intimidante presencia de la portería y el guardameta, una panorámica inagotable. Con una velocidad en las distancias cortas y un cambio de ritmo abusivos, un centro de gravedad perfecto para la reacción y el quiebro, una definición hipnótica con el empeine, el interior, el exterior o con la punta del pie cuando parecía que el balón ya se le escapaba, y un juego de caderas hijo de Río de Janeiro, Romário fue al mismo tiempo temor, atracción y goce.
«Tendré que hablar con él porque creo que está trabajando demasiado«. Defendía Cruyff que sus delanteros sólo debían correr quince metros, a no ser que fueran estúpidos o estuvieran durmiendo, y si con Romário se evitaba lo segundo, raro era el partido que no terminara con el brasileño celebrando algún gol. «Tiene una habilidad especial para hacer goles. Es un don que tiene y confiamos en que su porcentaje de aciertos sea alto. Antes de ficharle ya conocíamos su calidad, su manera de moverse en el área y por la forma de jugar del Barcelona puede resultar un hombre definitivo. Tiene la virtud de que si llegan pelotas al área puede marcar gol. Esta tranquilidad la transmite a todo el equipo, que puede tener la certeza de que marcará. Esto es lo que no teníamos la temporada anterior«. Treinta en treintaiuna titularidades celebró en la Liga 93-94. Entre ellos tres al Real Madrid de Benito Floro en el histórico 5-0, seis al Atlético de Madrid repartidos en dos hattricks -uno en cada vuelta-, o el que puso por delante a los azulgranas jugándose el título en la última jornada. Su caudalosa anotación y lo infinito de sus recursos para la definición, además, no escondían una sensibilidad en la frontal para la combinación y la descarga íntimamente relacionada con la esencia de aquel Barça. Recibía de espaldas, protegía el balón y cuando no buscaba el giro para enfilar portería activaba las llegadas de segunda línea que en ese equipo protagonizaron Jose Mari Bakero, Amor y Txiki Begiristain, o se asociaba con alguno de sus vecinos de vanguarda.
Cruyff y Romário estaban hechos para encontrarse, para vivirse como uno de esos amores que de intensos se sabe, mientras se disfrutan, que no pueden durar mucho tiempo. «Lo de Romário es para grabarlo» piropeaba uno. «El fútbol se mira con los ojos de Cruyff«, respondía el otro. El entrenador del campo pequeño y el delantero de dibujos animados al que, aún apodándose O Baixinho, nunca le faltó un centímetro.
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– Foto: Michael Kunkel/Bongarts/Getty Images

