
Lo que cambia Diego Costa
La temporada del Atlético de Madrid está partida en dos mitades. Una tuvo su punto de inicio junto al de los demás, en agosto, con Diego Costa pero sin poder utilizarlo. La otra, por su parte, arrancó cuando Diego Pablo Simeone pudo empezar a incluir al de Lagarto en sus planes. Cuando se terminó el compás de espera, y el jugador al que tantas veces habían anhelado desde que emprendió la aventura londinense, se enfundó de nuevo la casaca rojiblanca. Como si el tiempo no hubiese seguido corriendo ni para el jugador ni para el equipo, el impacto de Diego Costa en el cuadro colchonero ha sido inmediato. Como si durante tu ausencia nada hubiese cambiado en casa o, mejor dicho, como si su regreso hubiese devuelto el contador al momento previo a su partida. El equipo que le perteneció y que durante tres años y medio fue de otros, vuelve a ser el suyo. Uno de los principales efectos que Diego Costa tuvo en el Atlético de Madrid, y que más traducción directa guardó a propósito de la fiabilidad rojiblanca ante la victoria, fue la capacidad del hispano-brasileño para acercarse al gol sin necesidad de auxilios. En un equipo de propuesta eminentemente protectora, en la que se daba prioridad a la seguridad de la propia portería por encima de multiplicar las amenazas sobre la rival, Costa cosechó veintisiete tantos durante la temporada del último título liguero atlético. Sólo uno menos que Leo Messi, cuatro menos que Cristiano Ronaldo y ocho más que el cuarto máximo goleador del campeonato. Su hambre voraz permitió el equilibrio del campeón, pudiendo Simeone construir un conjunto enfocado a la seguridad, sabiendo que a través de su nueve y de la siempre puntual contribución del balón parado, por lejos que estuviera la portería contraria, el gol nunca dejaría de estar cerca. Con Diego Costa sobre el césped, el Atlético siempre podía marcar. Sin importar nada más.
Debido a su partida, pues, El Cholo emprendió un proceso cada vez más vinculado con la pelota y las variantes ofensivas, en pos de compensar tamaña pérdida. No en vano, tras la salida del brasileño, los sucesivos mercados veraniegos llevaron a orillas del Manzanares a un cuantioso arsenal de ataque al que, por extenso, por momentos resultó complicado imaginar un acomodo. Mandzukic, Griezmann, Raúl Jiménez, Fernando Torres, Yannick Carrasco, Ángel Correa, Vietto, Jackson Martínez, Cerci, Gameiro, Gaitán… De todas ellos, fue Antoine quien más claramente abanderó el nuevo camino, a través de una evolución individual contagiada al colectivo. Griezmann pasó de ser el punta profundo y relacionado con espacio que encarnó en la Real Sociedad de Carlos Vela, a convertirse en un futbolista cada vez más vinculado a la mediapunta, con pretensión de tocar muchas veces el balón y de juntarse a través del mismo con los futbolistas de más perfil asociativo con los que compartía el once. Mientras Costa se las apañaba sin compañía, Griezmann quiso cerca a Koke o Filipe Luis. Había que enriquecer el juego en campo contrario porque el gol, sin Diego, ya no llegaría solo. La inversión hecha más allá de la divisoria, en el juego de la manta corta que casi siempre es el fútbol, implicó mermar poco a poco la seguridad sin balón que tanto había caracterizado al Atlético más competitivo de los últimos tiempos en los momentos de máxima exigencia. El Barça de Luis Enrique en Liga, el Real Madrid en Champions o incluso el Bayern de Guardiola pese a caer eliminado ante los colchoneros, señalaron una tendencia más identificable en el juego que de forma numérica. El Atlético de Madrid, sin Costa, tuvo que atender a las dos mitades. No obstante, ahora que vuelve a contar con él, ha recuperado su antiguo punto de apoyo para, mirando hacia Godín, seguir teniendo a tiro al guardameta rival. Desde enero, el hispano-brasileño ha producido nueve goles para el Atlético en diez encuentros, al tiempo que los rojiblancos, en Liga, no han encajado ni un sólo gol con él sobre el campo.
Tal fue su huella en la coraza ganadora atlética desde el frente del ataque, que tras él a la posición pareció acompañarle una maldición. Si antes los colchoneros habían logrado encadenar una sucesión de delanteros centros de rendimiento impoluto, empezando por Fernando Torres, terminando por Falcao, y pasando en medio por Agüero o Forlán, después de Diego Costa ninguno de los candidatos que opositaron a su puesto alcanzaron el objetivo. Quien más lo sufrió fue el nuevo estandarte, Antoine Griezmann, pues no sólo no pudo disfrutar, de forma sostenida, de las prebendas que un socio de vanguardia le habría brindado a su nuevo yo futbolístico, sino que, con el tiempo, fue él mismo quien tuvo que encargarse de sumar concreción en el área. Se alejó en parte del juego para acercarse sensiblemente al gol. Por eso, nadie más que él está agradeciendo el regreso de Diego Costa al Atlético. Con el brasileño como acompañante en ataque, El Principito ha ganado escenario y ventajas. Por una parte, pocos nueves más indicados que su socio podía encontrar el galo para descargarlo de la batalla contra los centrales. Para exigirlos, moverlos, desgastarlos y llevarlos al límite. Para alejarlos de él. El gusto de Costa por la refriega, sus amplios movimientos tanto en vertical como hacia los costados y su habilidad para aguantar el balón en las situaciones más desalentadoras, dibujan por delante del francés una nueva referencia en la que delegar el trabajo sucio en ataque y encontrar un apoyo para dar salida a su creatividad. En segundo lugar, asumiendo Diego la cuota de área que otros, en el Atlético, no han podido sostener, Antoine ha recuperado la libertad de movimientos en la corona del área. Lo más positivo para el cuadro de Simeone es que la respuesta de Griezmann no se ha limitado únicamente a la organización de los ataques y la producción de ocasiones desde la frontal, sino que, empleando al delantero centro como trampolín, Antoine combina sus dos versiones. La del juego y la del gol. La del apoyo y la ruptura. La del pase y el remate. Costa ha reanimado su estrella.
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– Foto: Gabriel Bouys/AFP/Getty Images