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Jugar contra nadie

Para explicar la derrota del Barça de Cruyff en la final de Atenas, Pep Guardiola tomó prestada la expresión con la que antes Di Stefano se había referido al 5-0 que el Madrid le devolvió a los culés en el Santiago Bernabéu: el rival del Barça, en ambos casos, «había jugado contra nadie«. La misma lectura podría hacerse acerca de la historia reciente del conjunto azulgrana en la Champions League, cuando la competición lo enfrenta a un tipo de encuentro concreto. Cuando el rival no necesita tomar más precauciones de las que son imprescindibles, bien por la propia personalidad futbolística de su club, por el momento de forma que atraviesa o por el abismo de una eliminación cercana, el Barça no es capaz de ofrecer una respuesta. El contexto, tanto futbolístico como ambiental, lo supera. Volvió a pasar anoche, con la visita al Camp Nou de una Juventus que necesitaba tres goles para encabezar el grupo y a la que, en el otro lado del ring, no esteró nadie. Consiguió su botín con la misma facilidad con la que lo habría hecho en caso de necesitar uno mayor, o con la misma con la que antes lucieron otros rivales que, como la Vecchia Signora, tampoco se vieron forzados a ofrecer su mejor versión para imponerse. Llegados a este punto, el Barça es un conjunto incapaz de revelarse a un guion de partido que sólo puede ser perdedor, y en el que cada acción cae, inevitablemente, en el mismo plato de la balanza. El rival del Barça, en estos casos, juega contra nadie.

El impacto inicial resultó ciertamente llamativo: jugando once contra once, los culés transmitían la sensación de jugar en inferioridad numérica en todas las zonas del campo. La sensación tenía algo de una verdad que se construyó a partir de dos aspectos. En primer lugar, la nula capacidad que demostraron los hombres de Ronald Koeman tanto en la recuperación como en el freno, pues más allá de que ni la primera línea ni el mediocampo lograran coordinar una presión efectiva para llegar al robo, tampoco fue capaz de levantar obstáculos al avance juventino. Los de Pirlo, que defendían con línea de cuatro pera atacaban con línea de tres, disfrutaban de un hombre más para sacar el balón frente a Messi y Griezmann, una superioridad que heredaba también el mediocampo gracias a la altura que asumieron Cuadrado y Alex Sandro. Este último punto fue el segundo aspecto que descompuso tácticamente a los locales, pues si en Turín la Juventus adelantó a sus carrileros hasta emparejarlos con los laterales del Barça, en esta ocasión los sujetó en mediocampo para que ensanchándolo atrajeran la vigilancia de los teóricos extremos culés. Pedri se sujetaba con el colombiano al tiempo que Trincao hacía lo propio con el brasileño, abriendo en canal la medular barcelonista para que el trío que formaron Arthur, McKennie y Ramsey atacaran en superioridad a los dos mediocentros locales.

Sobre el papel, Pirlo asumía tener un futbolista más en la zaga y en el centro del campo a cambio de tener dos jugadores menos en la delantera, pero en la práctica los roles y posiciones que asignó a Ronaldo y Morata sirvieron para sujetar a la defensa del Barça al completo. Emparejándose con los centrales, acudiendo a la espalda de los pivotes o a la de los laterales si a Dest y a Alba se les ocurría adelantarse para buscar la marca de Cuadrado y Alex Sandro, su cuatro contra dos lució como un cuatro contra cuatro. Así, el resultado de todo fue una Juventus con facilidades para conservar el balón aprovechando su superioridad posicional, un Barça sin posibilidades de recuperarlo y un guion de partido conducido indefectiblemente hacia el interior del área de Ter Stegen. En otras ocasiones, sin capacidad para protegerse lejos del arquero, el Barça se había refugiado en la seguridad individual del alemán o de los centrales para evitar que el último golpe rival doliera de verdad, pero sin Gerard Piqué y con un nivel de forma e inspiración muy bajo en todas las piezas defensivas del once, el martes la respuesta barcelonista mantuvo el mismo grado de vulnerabilidad a medida que la pelota se acercaba a su portería.

Tampoco le valió el ataque como refugio ante la ausencia de estructura defensiva, debido a un plan y a una puesta en escena que, con el partido ya decantado, sí notaron para bien la entrada al campo de Braithwaite y Riqui Puig. El danés, como en las últimas semanas, cumplió con la función de sujetar a los centrales italianos, ofrecer movimientos profundos y abrir espacio entre la zaga y los mediocampistas del rival, al tiempo que el canterano inyectó un volumen de actividad entre los pivotes y la delantera que relució ante su propio espejo y ante el que reflejaba los problemas de los demás. Junto a ellos dos, Messi, el mejor culé del partido, desacertado en la finalización pero más cómodo en el juego, y un De Jong rebelde en el segundo tiempo que desde su zona asumió un mando que hasta ayer, en el Barça, no había reclamado. Quizá hay cuestiones que llaman más la atención cuando no hay nada más que ver.

– Foto: David Ramos/Getty Images

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