
Contagio Ronaldinho
Al comienzo de la primera década de los 2000, el Barça no sólo no levantó títulos sino que, incluso, dejó de competirlos. A la salida de Van Gaal y Figo le siguieron tres temporadas de una realidad especialmente dolorosa para un grande, en la que además de ser otros los que saboreaban las mieles del éxito, lo hacían desde lejos. Real Madrid, Deportivo de la Coruña, Valencia o Real Sociedad en España, y los tres primeros junto a Bayern Múnich, Manchester United, Milan, Juventus o incluso Bayer Leverkusen y Leeds en Europa, sin mirar la nobleza del título que cada uno de ellos ostentara, eran una nueva clase dominante de la que el conjunto azulgrana, después de mucho tiempo, quedaba fuera. El trauma de aquellos años, la vía de agua que vaciaba al Camp Nou y reducía la ilusión a un acto de fe juvenil, no fue el hecho de no ganar, sino el de no poder aspirar a hacerlo. De no ser candidato, de no formar parte de la élite. Entre las temporadas 2000-01 y 2002-03 el Barça no ganó porque, en realidad, nunca pudo llegar a pelear por la victoria. No fue un final decepcionante, sino libros enteros que no valieron la pena.
A ese mustio jardín, seco porque para qué regarlo, aterrizaron durante el verano de 2003 Ronaldinho Gaucho y su sonrisa. Para detener una caída libre aparentemente imparable a la que ya muchos se habían rendido. Ante un destino inevitable. Como el amigo o el familiar lejano que destensa las horas vacías en el velatorio desde el distanciamiento bien entendido, Ronaldinho, con el recuerdo de compatriotas ilustres convertidos en los últimos héroes del Camp Nou, y un Mundial con su selección que logrado un año antes le invitaba ya a intentar el último gran salto, llegaba con el encargo y la intención de cambiar la historia del Barça. No iba a poder hacerlo solo, aunque al principio lo estuviera. Es especialmente ilustrativo al respecto la previa y la naturaleza de su primer tanto con la camiseta azulgrana, el día de su estreno en el Camp Nou, en un Barça-Sevilla disputado cuando apenas pasaban cinco minutos de la medianoche para, principalmente, permitir al brasileño jugarlo antes de volar convocado por su selección. Era plena madrugada en Barcelona cuando, con 0 a 1 en el luminoso debido a un gol de Reyes de penalti, a Ronaldinho le llegó un balón en su propio campo directamente de las manos de Víctor Valdés y el diez emprendió la carrera en dirección a la portería hispalense. Sorteó a Pep Lluis Martí apenas cruzada la divisoria, hizo lo propio con Casquero un poco más adelante y aún a más de 25 metros de la meta de Notario soltó un derechazo que rozando el travesaño se transformó en el gol del empate culé. Dicen que la ciudad tembló.
Fue el primer flechazo. Se podía. Aun cuando el equipo no alcanzara, se podía. Ronaldinho era la esperanza aunque casi, casi, estuviera solo. La carta con la que enfrentarse ante cualquiera con la ilusión fundada de que uno de los trucos del diez, en la situación más inverosímil, como aquella noche de su estreno en casa, convirtiera calabazas en carruajes. Los primeros meses, sin embargo, con la salvedad del brasileño fueron prácticamente igual de complicados que aquellos que los habían precedido. Ronaldinho, en el campo, apenas tenía aliados y su juego desde la mediapunta, mágico en lo individual, no tenía una traducción colectiva que dimensionara el nivel del resto como para que lo secundaran. Tuvo que pasar media temporada y una crisis que cerca estuvo de llevárselo todo por delante, para que el Barça de Ronaldinho, el de verdad, despegara. Hasta entonces el equipo de Frnak Rijkaard había utilizado de forma más habitual un 1-4-2-3-1 con el brasileño en la mediapunta y Xavi Hernández a la altura del mediocentro. La posición del Ronaldinho, la que a priori más libertad concedía al mayor talento de la plantilla, no obstante, ni sacaba el máximo provecho a sus virtudes más marcadas ni permitía equilibrar tácticamente al equipo. “Mediapunta, ¿qué cojones es mediapunta? ¿Jugar detrás del delantero? ¿Acaso en la derecha no juegas detrás del delantero? ¿Y en la izquierda tampoco? ¿Hay que estar en el medio?“, se preguntaba hace pocos años Johan Cruyff, para quien la punta del rombo -cuando la usó- poco tuvo que ver con la concepción latina del enganche.
El golpe de timón llegó en invierno, con la cesión de un Edgar Davids comprometido con el Inter de Milan pero que con su llegada, en apenas unos meses, más por su encaje que por su rendimiento, daría con la clave táctica del proyecto: el Barça pasó al 1-4-3-3 con Ronaldinho en banda izquierda. Decía Charly Rexach que cuando un equipo tiene buenos jugadores se parece a un plato de aceitunas. Que en ocasiones pueden verse mal repartidas, cada una por su lado, sin equilibrio aparente, pero que en estas basta con agitar ligeramente el plato para que poco a poco y de forma natural vayan ordenándose y encontrando su sitio. Los meses de Davids tuvieron este efecto. Posibilitó el mediocampo de tres hombres que llevó definitivamente a Xavi a la posición que desde entonces en adelante sería suya, situó por detrás de Ronaldinho a un tercer medio especialmente dinámico, y al brasileño lo acostó a la banda de la que en su día había huido Rivaldo pero que para él sería el habitat ideal. Si desde el punto de vista emocional, el contagio de Ronaldinho fue inmediato, en lo referente a lo futbolístico fue su traslado a la banda el que empezó a relacionar directísimamente el fútbol del astro brasileño con todo cuanto había a su alrededor. Pese a su espectacularidad en el quiebro, su exuberancia en la carrera o su asombrosa fantasía a la hora de inventar recursos de ilusionista, su verdadera voz, la principal, era el pase. Y la banda izquierda resultaba la plataforma de lanzamiento perfecta para que luciera sin trabas. Para que desde la teórica posición del extremo, su bota derecha uniera a cada uno de los culés que lo rodeaban.
A pierna cambiada, su orientación y salida natural lo situaba frente a la perspectiva del campo entero. Habilitado para buscar la orilla contraria con un cambio de juego hacia el lateral o el extremo, para retrasar a unos interiores que así recibirían de cara o para dejar delante del portero, con un balón al espacio, a cualquier compañero dispuesto a romper en profundidad. “Me decía: tú corre y sólo te llegará la pelota“ recordaba Samuel Eto’o, con quien el Gaucho tejió sobre el césped la sociedad más letal que había en el continente. Dos diagonales, una de Rafa Márquez hacia Ronaldinho y otra de éste hacia el desmarque del camerunés, fueron esqueleto del Barça del resurgir, y el botón de inicio de buena parte de los principios de juego del equipo. Como de la dominante gestión por parte de Deco de los espacios y segundas jugadas surgidas tras un pase del diez. Las líneas del rival se giraban hacia su propia portería, eran empujadas a correr hacia atrás, y cualquier balón dividido que escupieran era rapiñado por el luso-brasileño en la corona del área, para que el acoso no concluyera tras el despeje y la presión todo lo que encontrara fueran ventajas. El pase de Ronaldinho llegó a parecer indefendible, y probablemente fuera San Siro en 2006 quien presenciara su presentación más autoritaria. El Milan de Ancelotti, campeón de Champions la temporada siguiente, no sólo había orientado su sólida estructura defensiva a su control, sino que además el alborotado pero insoportable Gattuso efectuaría sobre él un marcaje, si no al hombre, sí muy pero que muy cercano. Sólo hizo falta un resbalón, una pugna con caída del italiano, un metro de concesión, para embocar a Giuly en lo que fue la antesala del segundo entorchado europeo en la historia del club.
Prematuramente menguado, la última contribución de Ronaldinho, el último contagio, paradójicamente tuvo que ver con su decadencia y consecuente adiós. Con el trono vacío, la muerte del padre. Con el paso a Leo Messi. “Ahora yo me voy, espero que agarres la diez“. Herido tras la eliminación junto a Ronaldo, Kaka, Cafú, Adriano, Lúcio, Emerson, Robinho o Roberto Carlos del Mundial que debía haber sido el suyo, a Ronnie no le quedaron fuerzas para la reconversión a la que el estallido de Messi le iba a obligar. Leo entró en su reino por puro nivel, en el puesto de un Giuly con quien nada tenia que ver. El francés era desmarque, balón al espacio y diagonal hacia el área, y La Pulga regate, balón al pie para “tenerlo un rato largo” y la frontal como destino. Lesionado Eto’o, sin Belletti, Van Bommel ni el pequeño Ludovic, Ronaldinho no tenía quien corriera sus pases. Los meses previos y un inicio de curso 2006-07 en el que la opulencia talentosa del ataque azulgrana dio pie a autenticas exhibiciones, hacían presagiar una reinvención tan sencilla como la que cabría esperar de astros de tal calibre, pero al mismo tiempo que el Barça de Ronaldinho iba dejando de ser el Barça de Ronaldinho, el brasileño, poco a poco, también iba dejando de ser él mismo. Para poder ser uno distinto primero debía regresar la versión original, y esa ya nunca más volvería.
El relevo entre dieces que quizá él adivinó antes que nadie, al calor del liderazgo en un vestuario de estrellas con el que mimó y arropó los primeros pasos del argentino en la casa que lo vería reinar como nadie antes reinó, tendría su episodio más simbólico en el Barça-Madrid de la temporada 2006-07. Un empate que, a la larga, desembocaría en el título liguero para los blancos, en el inicio del fin del ciclo de Rijkaard y Ronaldinho, en la noche que asistió al primer hattrick de Messi. El Gaucho se despedía y Leo pedía paso. Él nunca lo habría querido así, pero el príncipe, para ser rey, tuvo que matar al padre. Quizá por eso, hoy, como recuerdo, apostado en una banda y con el 10 en la espalda que Ronnie en su adiós le legó, el argentino desempolva pases que una década antes vio nacer desde la orilla contraria en las botas de su sonriente antecesor. De una estrella, fugaz porque se fue muy pronto, pero que cumplió cuantos deseos se le pudieron pedir. Una resurrección, una Champions League y el tutelaje al mejor de siempre. La sonrisa no se fue.
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– Fotos: Adrian Dennis y Filippo Monteforte/AFP/Getty Images
Alfonso 29 octubre, 2016
Me ha encantado este artículo !! Fui testigo de ese ascenso y posterior renuncia de Ronnie a seguir estando al mejor nivel: por una lado le recrimino haber dejado el trono tan rapido, cuando aún tenía unos años más por delante en el que podía ofrecer mas de su fútbol; por otra, aun se me escuece alguna lágrima al ver la magia, la técnica y la velocidad que le entrego al equipo para colocar al Barcelona de nuevo en la élite europea del fútbol. Solo él nos privó de verle un poco mas de tiempo al lado del que ahora reina.
Asier 31 octubre, 2016
“Quizá por eso, hoy, como recuerdo, apostado en una banda y con el 10 en la espalda que Ronnie en su adiós le legó, el argentino desempolva pases que una década antes vio nacer desde la orilla contraria en las botas de su sonriente antecesor.”
Qué hermosura.